Estaba recorriendo en auto las calles de Marcos Juárez en busca de alguna
heladería abierta, tarea en la que no tuve éxito. La
Nochebuena pintaba
tranquila –como después lo fue, demasiado quizás-, como viene sucediendo desde
hace años…
No
pude evitar tomarlos en serio a Papá Noel y su acompañante. Ese caminar
discreto, ayudado por un bastón, ese aire sobrio que tenían a pesar de sus
vestimentas, les daba una gran verosimilitud. Tenían algo de genuino. Y
entonces vi otra escena, dentro de la escena de mi Navidad. No digo que haya
sido para mí una Navidad-garrón (si algo estoy aprendiendo con los años, es que
la felicidad es algo que se construye como con una serie de bloques; a veces
desaparecen algunos pero aparecen nuevos bloques con los que se construyen
nuevos focos de felicidad. Si se piensa a la felicidad como algo que está sólo
en una única sucursal, te condenás a cierta
forma de muerte).
Esa
escena dentro de mi escena, que vi tan genuina que pensé: “esto también es la
realidad”( no me refiero a una interpretación boluda y superficial al estilo
película yanqui, de todo esto que relato). Sino que vi una realidad tan real
como la mía, una historia que se cruzaba con la mía, como la calle por la que
iban Papá Noel y su acompañante, y la calle de mis primeros años. Ellos con esa
aire, atravesaban una escena con muchos silencios y se apoderaban de ella. Soy
del teatro y no puedo dejar de ver y pensar todo esto con ciertos criterios
teatrales quizás. Y puedo decir con seguridad que esta Nochebuena vi en el
escenario de mis primeros años a Papá Noel y su acompañante, muy serios y
concentrados yendo hacia quién sabe qué lugar a cumplir quién sabe qué tarea. Y
entonces todos mis recuerdos felices, mis duelos ya realizados y mis puntos
oscuros se resignificaron por esa noche al verlos a ellos y se volvieron
funcionales a esta visión. Fue un regalo de Navidad.
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