En
París hay varios cementerios que comparten el honor de ser la “última morada”
de conocidas personalidades de todos los tiempos. Uno de ellos es el Cementerio
de Père Lachaise, el más grande de París.
Tuve
dos intentos de recorrerlo. El primero, con una llovizna intermitente que luego
se transformó en lluvia, lo cual no me detuvo para buscar la tumba que más me
interesaba, la de Edith Piaf. Había marcado algunas prioridades, los nombres
eran tantos que el tiempo no hubiera alcanzado. Por sólo citar algunos: Jim
Morrison, Oscar Wilde, Édith Piaf, Frédéric Chopin, Honoré de Balzac, Molière,
Marcel Proust, Maria Callas, Jean de La Fontaine, Sarah Bernhardt, Guillaume
Apollinaire, Gioachino Rossini, Simone Signoret, Colette, Isadora Duncan,
Georges Bizet, Georges Méliès, Marcel Marceau, Max Ernst.
La
señalización no era efectiva, o yo no logré entender el sistema, pero me
resultó imposible encontrar más que dos o tres tumbas. Buscamos sin éxito a
Edith Piaf (suena lindo decirlo de esa manera). En ese primer intento, del día
lluvioso, estaba con dos “locales”, Mariano y Matías, que eran argentinos pero
estaban probando suerte en otras tierras. Mi Guía Michelin estaba completamente
mojada, pero ellos, con paciencia y entrega, seguían mis pasos en silencio.
Finalmente logramos encontrar una de las tumbas que más me interesaba, la de
Molière. Hombre de teatro como soy, y admirador de su obra, fue uno de los
grandes momentos de emoción del viaje.
La
primera impresión fue antes que nada de decepción. Imaginaba la tumba de
Molière como suele ser la de otras personalidades, majestuosa, llamativa, pero
me encontré con todo lo contrario. Una tumba humilde, junto a otra igual en la
misma parcela, la de La Fontaine (el de las fábulas). Una tumba de una
sencillez extraordinaria, tratándose de quien se trataba: una especie de ataúd
de piedra, sostenido por cuatro pilares, discretamente ornamentada, sobre la
cual había una especie de macetero vacío; hasta pensé “La próxima vez que
vuelva me compro un plantín de petunia, traspaso la reja y se lo planto al
pobre Molière”.
Me
quedé en silencio un rato, tratando de darme realmente cuenta ante quién
estaba, recordando su obra y su legado, parecía mentira estar ahí.
La tumba del maestro Molière |
Inscripción en la tumba deMolière |
La tumba de La Fontaine, en la misma parcela que la de Molière |
Cursi las poses y la expresión, pero me justifica la emoción del momento |
Ese día nos tuvimos que ir, no por la lluvia, sino porque el cementerio cerraba, no teniendo recompensa nuestros esfuerzos en la búsqueda de otras personalidades. Pero no me quería ir de París sin el mítico y ritual encuentro con la tumba de Edith Piaf, así que a los pocos días volví, esta vez solo. Otra vez busqué sin éxito otras tumbas, como la de Sarah Benhardt, pero afortunadamente, logré llegar hasta la de Edith Piaf. Otra vez la emoción, la repetición de los rituales, el recuerdo de ella, el silencio como espacio para conectar con otras cosas.
Había dos mujeres que con gran entrega cuidaban la tumba, en ese momento la estaban limpiando, cambiando las flores, lo cual es una imagen muy bella, pero intuí su contrapartida, cierto egoísmo en ellas dos, de no querer compartir el lugar, algo que veo con frecuencia, al admiración por un ídolo, hacer todo lo posible por su memoria, pero a la hora de compartir el crédito o el lugar, pareciera que pesa más eso que el ídolo en sí.
Me quedé un rato junto a la tumba de la Piaf, meditando como lo había hecho en la de Moliére, escuchando sus temas con el reproductor de mp3, pensando en distintos momentos de su vida, e intentando conciliar el mito de su vida con la contundencia de lo concreto, estar ante su tumba. Y me entregué al silencio y la contemplación en ese lugar de París, a escuchar el canto de los pájaros, los “gorriones de París”, tal como la llamaban a ella.
La tumba de Edith Piaf |
Uno de los tantos monumentos en homenaje a las víctimas de la guerra. Este levantado, entre otros, por el músico catalán Pau Casals |
La tumba de Oscar Wilde |
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