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martes, 5 de marzo de 2013

El negro de Pichincha


Hace 25 años yo era un niño y estaba en la cocina de mi casa en Marcos Juárez, a la mañana; mi vieja estaba haciendo la comida y por la Radio "Espinillos", radio local, la locutora daba la noticia de la muerte de Olmedo. No era fanático de él, pero sí recuerdo la experiencia de ver su programa cuando él todavía vivía, y también recuerdo cuando todavía no era valorado o reconocido como lo fue luego de que murió, cuando era simplemente un actor cómico más, con mucho éxito y algo subido de tono para la moral promedio. Recuerdo también que esa muerte marcó para mí también un antes y un después, quizás la primera noción de que de un momento para otro todo se puede terminar, y que la muerte de alguien tan relevante produce un corte drástico, quizás por alguna razón lo produjo en mí, en mi conciencia sobre ciertas cosas. Y quizás lo veo en forma más nítida 25 años después.
Por fuera del mito fabricado, de la idealización, más allá de la admiración que le tengo –aunque hay varios cómicos a los que admiro mucho más-, rescato al hombre detrás del cómico, a ese gran dolor que llevaba adentro, por los riesgos del éxito o por la infancia tan dura que tuvo, sin padre y con mucha pobreza; a ese rosarino que pasó su infancia y juventud en el barrio de Pichincha, y que cada vez que paso por ahí, recuerdo a ese Olmedo, el nene que trabajaba en una verdulería, el que tomó la comunión varias veces porque junto con el sacramento daban chocolate. Dicen que de grande siempre tenía frío, y que por más que se abrigara, el frío no pasaba. Y que se debía al frío que había pasado de chico.
Lo recuerdo también cuando en medio de mi cotidianeidad veo por la calle a Chiquito Reyes o a su compañero de acrobacias Osvaldo Martínez, o cuando paso por el entrañable teatro La Comedia o el teatro Casino, donde comenzó a ver qué era eso de la actuación.
Olmedo tiene el denominador común de casi todos los grandes cómicos, un lado triste, melancólico, y un lado de genialidad y facilidad para provocar la alegría y la risa en otros, paradójicamente. O no tanto. Y como militante del humor no puedo menos que admirarlo por esa paradoja.
Todo pasa, sólo queda la risa.

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