Saliendo
de la casa de García Lorca en Valderrubio, cerca de Granada (la cual amerita un
artículo aparte), el guía de la Casa-Museo, muy atento y con una entrega hacia
su trabajo que hacía que me conmoviera aún más esa visita, luego de salir
conmigo del allí dado que era el horario de cierre, y yo me había quedado hasta
el último minuto posible, me indicó el camino hacia la Fuente de la Teja; uno
de los puntos de la llamada “Ruta Lorquiana”. Son ciertos lugares que
frecuentaba Federico y que aparecen mencionados en sus obras o fueron fuente de
inspiración para algunas de ellas. Esta fuente está situada junto al río
Cubillas, y se llega a ella luego de salir del pueblo y atravesar un campo.
Es una fuente natural, que debe su nombre a una teja desde la cual caía el agua.
Después de dudarlo un rato, al ver que no había un camino que llevara a ella sino que tendría que atravesar todo el campo, me decidí y emprendí viaje. Era la hora de la siesta, lo cual en Valderrubio, como en toda Andalucía, significaba que literalmente no había una sola alma afuera por el intenso calor. Con algo de incertidumbre crucé una acequia y comencé a caminar por un campo arado, en medio del sol, lo cual fue una experiencia en sí misma. Esta atravesando un paisaje lorquiano, lo cual suena mucho más bello de lo que era en realidad; algo bastante cercano a lo que ya conocía. Salvo el suelo pedregoso, y las sierras a lo lejos, me parecía estar caminando por un campo de cualquiera de las afueras de mi ciudad natal, en la pampa húmeda argentina. Era el efecto de cierta desilusión que se produce cuando ante el encuentro con lo deseado, con lo idealizado, con aquello de lo que se leyó tanto, o se escuchó hablar tanto. Sensación que tuve muchas veces durante este viaje, sensación lógica quizás, y que a pesar de todo no afectaba el saldo positivo de la experiencia de conocer esos lugares.
Tomé contacto íntimo con esa tierra por la que transitó Federico, aunque en apariencia sólo fuera un poco de tierra trabajada al final de la cual había un monte hacia el que me estaba dirigiendo. Éramos yo y mi alma solos en medio de ese campo desolado, a la hora de la siesta en Andalucía. Solo/s en medio de un silencio que el canto de los pájaros, paradójicamente, hacía más intenso.
Finalmente llegué al monte a la vera del río Cubillas, con miedo a que un campesino me corriera a escopetazos o que un animal salvaje salte de entre las plantas. Alcancé la Fuente de la Teja, que –al menos en la actualidad- es mucho menos hermosa de lo que uno podría imaginar. Pero me guardo la descripción, por no romper el encanto. Todo era silencio, murmullo de agua corriendo, el viento pasando entre las hojas de los árboles. El lugar debe haber cambiado mucho desde la época de Federico, pensé, pero trataba de imaginarlo allí, en sus paseos por esos lugares, imprimiendo dentro suyo imágenes, olores, colores, sensaciones, sentimientos, que luego quedarían inmortalizados en sus obras. Así como yo –salvando las distancias- imprimía sensaciones también, mojaba mis manos en la Fuente de la Teja, me dejaba invadir por ese lugar lorquiano. Solos, la naturaleza y yo, y el recuerdo de Federico.
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