Translate

domingo, 10 de marzo de 2013

En París, buscando a Molière y Edith Piaf


En París hay varios cementerios que comparten el honor de ser la “última morada” de conocidas personalidades de todos los tiempos. Uno de ellos es el Cementerio de Père Lachaise, el más grande de París.

La entrada al cementerio de Père Lachaise

Tuve dos intentos de recorrerlo. El primero, con una llovizna intermitente que luego se transformó en lluvia, lo cual no me detuvo para buscar la tumba que más me interesaba, la de Edith Piaf. Había marcado algunas prioridades, los nombres eran tantos que el tiempo no hubiera alcanzado. Por sólo citar algunos: Jim Morrison, Oscar Wilde, Édith Piaf, Frédéric Chopin, Honoré de Balzac, Molière, Marcel Proust, Maria Callas, Jean de La Fontaine, Sarah Bernhardt, Guillaume Apollinaire, Gioachino Rossini, Simone Signoret, Colette, Isadora Duncan, Georges Bizet, Georges Méliès, Marcel Marceau, Max Ernst.


La señalización no era efectiva, o yo no logré entender el sistema, pero me resultó imposible encontrar más que dos o tres tumbas. Buscamos sin éxito a Edith Piaf (suena lindo decirlo de esa manera). En ese primer intento, del día lluvioso, estaba con dos “locales”, Mariano y Matías, que eran argentinos pero estaban probando suerte en otras tierras. Mi Guía Michelin estaba completamente mojada, pero ellos, con paciencia y entrega, seguían mis pasos en silencio. Finalmente logramos encontrar una de las tumbas que más me interesaba, la de Molière. Hombre de teatro como soy, y admirador de su obra, fue uno de los grandes momentos de emoción del viaje.
La primera impresión fue antes que nada de decepción. Imaginaba la tumba de Molière como suele ser la de otras personalidades, majestuosa, llamativa, pero me encontré con todo lo contrario. Una tumba humilde, junto a otra igual en la misma parcela, la de La Fontaine (el de las fábulas). Una tumba de una sencillez extraordinaria, tratándose de quien se trataba: una especie de ataúd de piedra, sostenido por cuatro pilares, discretamente ornamentada, sobre la cual había una especie de macetero vacío; hasta pensé “La próxima vez que vuelva me compro un plantín de petunia, traspaso la reja y se lo planto al pobre Molière”.
Me quedé en silencio un rato, tratando de darme realmente cuenta ante quién estaba, recordando su obra y su legado, parecía mentira estar ahí.

La tumba del maestro Molière

Inscripción en la tumba deMolière

La tumba de La Fontaine, en la misma parcela que la de Molière

Cursi las poses y la expresión, pero me justifica la emoción del momento


Ese día nos tuvimos que ir, no por la lluvia, sino porque el cementerio cerraba, no teniendo recompensa nuestros esfuerzos en la búsqueda de otras personalidades. Pero no me quería ir de París sin el mítico y ritual encuentro con la tumba de Edith Piaf, así que a los pocos días volví, esta vez solo. Otra vez busqué sin éxito otras tumbas, como la de Sarah Benhardt, pero afortunadamente, logré llegar hasta la de Edith Piaf. Otra vez la emoción, la repetición de los rituales, el recuerdo de ella, el silencio como espacio para conectar con otras cosas.
Había dos mujeres que con gran entrega cuidaban la tumba, en ese momento la estaban limpiando, cambiando las flores, lo cual es una imagen muy bella, pero intuí su contrapartida, cierto egoísmo en ellas dos, de no querer compartir el lugar, algo que veo con frecuencia, al admiración por un ídolo, hacer todo lo posible por su memoria, pero a la hora de compartir el crédito o el lugar, pareciera que pesa más eso que el ídolo en sí.
Me quedé un rato junto a la tumba de la Piaf, meditando como lo había hecho en la de Moliére, escuchando sus temas con el reproductor de mp3, pensando en distintos momentos de su vida, e intentando conciliar el mito de su vida con la contundencia de lo concreto, estar ante su tumba. Y me entregué al silencio y la contemplación en ese lugar de París, a escuchar el canto de los pájaros, los “gorriones de París”, tal como la llamaban a ella.

La tumba de Edith Piaf




Uno de los tantos monumentos en homenaje a las víctimas de la guerra. Este levantado, entre otros, por el músico catalán Pau Casals

La tumba de Oscar Wilde


martes, 5 de marzo de 2013

El negro de Pichincha


Hace 25 años yo era un niño y estaba en la cocina de mi casa en Marcos Juárez, a la mañana; mi vieja estaba haciendo la comida y por la Radio "Espinillos", radio local, la locutora daba la noticia de la muerte de Olmedo. No era fanático de él, pero sí recuerdo la experiencia de ver su programa cuando él todavía vivía, y también recuerdo cuando todavía no era valorado o reconocido como lo fue luego de que murió, cuando era simplemente un actor cómico más, con mucho éxito y algo subido de tono para la moral promedio. Recuerdo también que esa muerte marcó para mí también un antes y un después, quizás la primera noción de que de un momento para otro todo se puede terminar, y que la muerte de alguien tan relevante produce un corte drástico, quizás por alguna razón lo produjo en mí, en mi conciencia sobre ciertas cosas. Y quizás lo veo en forma más nítida 25 años después.
Por fuera del mito fabricado, de la idealización, más allá de la admiración que le tengo –aunque hay varios cómicos a los que admiro mucho más-, rescato al hombre detrás del cómico, a ese gran dolor que llevaba adentro, por los riesgos del éxito o por la infancia tan dura que tuvo, sin padre y con mucha pobreza; a ese rosarino que pasó su infancia y juventud en el barrio de Pichincha, y que cada vez que paso por ahí, recuerdo a ese Olmedo, el nene que trabajaba en una verdulería, el que tomó la comunión varias veces porque junto con el sacramento daban chocolate. Dicen que de grande siempre tenía frío, y que por más que se abrigara, el frío no pasaba. Y que se debía al frío que había pasado de chico.
Lo recuerdo también cuando en medio de mi cotidianeidad veo por la calle a Chiquito Reyes o a su compañero de acrobacias Osvaldo Martínez, o cuando paso por el entrañable teatro La Comedia o el teatro Casino, donde comenzó a ver qué era eso de la actuación.
Olmedo tiene el denominador común de casi todos los grandes cómicos, un lado triste, melancólico, y un lado de genialidad y facilidad para provocar la alegría y la risa en otros, paradójicamente. O no tanto. Y como militante del humor no puedo menos que admirarlo por esa paradoja.
Todo pasa, sólo queda la risa.

domingo, 3 de febrero de 2013

La ruta de García Lorca: La Fuente de la Teja (Valderrubio)


Saliendo de la casa de García Lorca en Valderrubio, cerca de Granada (la cual amerita un artículo aparte), el guía de la Casa-Museo, muy atento y con una entrega hacia su trabajo que hacía que me conmoviera aún más esa visita, luego de salir conmigo del allí dado que era el horario de cierre, y yo me había quedado hasta el último minuto posible, me indicó el camino hacia la Fuente de la Teja; uno de los puntos de la llamada “Ruta Lorquiana”. Son ciertos lugares que frecuentaba Federico y que aparecen mencionados en sus obras o fueron fuente de inspiración para algunas de ellas. Esta fuente está situada junto al  río Cubillas, y se llega a ella luego de salir del pueblo y atravesar un campo. Es una fuente natural, que debe su nombre a una teja desde la cual caía el agua.
Después de dudarlo un  rato, al ver que no había un camino que llevara a ella sino que tendría que atravesar todo el campo, me decidí y emprendí viaje. Era la hora de la siesta, lo cual en Valderrubio, como en toda Andalucía, significaba que literalmente no había una sola alma afuera por el intenso calor. Con algo de incertidumbre crucé una acequia y comencé a caminar por un campo arado, en medio del sol, lo cual fue una experiencia en sí misma. Esta atravesando un paisaje lorquiano, lo cual suena mucho más bello de lo que era en realidad; algo bastante cercano a lo que ya conocía. Salvo el suelo pedregoso, y las sierras a lo lejos, me parecía estar caminando por un campo de cualquiera de las afueras de mi ciudad natal, en la pampa húmeda argentina. Era el efecto de cierta desilusión que se produce cuando ante el encuentro con lo deseado, con lo idealizado, con aquello de lo que se leyó tanto, o se escuchó hablar tanto. Sensación que tuve muchas veces durante este viaje, sensación lógica quizás, y que a pesar de todo no afectaba el saldo positivo de la experiencia de conocer esos lugares.
Tomé contacto íntimo con esa tierra por la que transitó Federico, aunque en apariencia sólo fuera un poco de tierra trabajada al final de la cual había un monte hacia el que me estaba dirigiendo. Éramos yo y mi alma solos en medio de ese campo desolado, a la hora de la siesta en Andalucía. Solo/s en medio de un silencio que el canto de los pájaros, paradójicamente, hacía más intenso.
Finalmente llegué al monte a la vera del río Cubillas, con miedo a que un campesino me corriera a escopetazos o que un animal salvaje salte de entre las plantas. Alcancé la Fuente de la Teja, que –al menos en la actualidad- es mucho menos hermosa de lo que uno podría imaginar. Pero me guardo la descripción, por no romper el encanto. Todo era silencio, murmullo de agua corriendo, el viento pasando entre las hojas de los árboles. El lugar debe haber cambiado mucho desde la época de Federico, pensé, pero trataba de imaginarlo allí, en sus paseos por esos lugares, imprimiendo dentro suyo imágenes, olores, colores, sensaciones, sentimientos, que luego quedarían inmortalizados en sus obras. Así como yo –salvando las distancias- imprimía sensaciones también, mojaba mis manos en la Fuente de la Teja, me dejaba invadir por ese lugar lorquiano. Solos, la naturaleza y yo, y el recuerdo de Federico.









lunes, 28 de enero de 2013

Un encuentro con un soldado de la Falange española


Con 94 años, es uno de los habitantes más longevos del pueblo natal de mi abuelo, en Cataluña, y uno de los pocos contemporáneos a él que todavía quedan, dado que mi abuelo emigró de allí hace 80 años, en 1932.
Me lo había cruzado unos días antes, me había presentado y le había dicho de quién era nieto, le había preguntado si lo había conocido o si sabía algo de él. Me dijo que no, que no sabía o no recordaba nada.
Días después me lo volví a cruzar, y con ayuda un familiar mío, le volvimos a preguntar sobre mi abuelo. Su respuesta volvió a ser la misma. Pero mi intuición, algo al observarlo, me decía que no era así. No era la conducta de alguien que no sabe o no puede recordar, a su pesar. Parecía más que no quería hablar ni recordar. Enterado por mis parientes, y comprobado por mí después, resultó ser que este hombre y mi abuelo eran ideológicamente opuestos. Mi abuelo, según todo indica, era anarquista, y este señor era franquista; había luchado para la Falange (partido español de ultraderecha) durante la Guerra Civil Española. Y de eso se acordaba muy bien, porque comenzó a contar su experiencia en la guerra con tanto detalle que volvía más extraño que de mi abuelo no se acordase nada.
La historia de la Guerra Civil, por alguna razón que desconozco o que apenas intuyo, resuena mucho en mí. Como si de alguna manera directa yo hubiera estado involucrado en ella. Mi abuelo no la llegó a padecer, emigró unos años antes. Tampoco sé de ningún familiar más o menos cercano que haya padecido sus consecuencias, aunque estando allí me enteré, por ejemplo, que el primo de mi papá que me hospedó, se salvó junto con su madre de milagro de una bomba que estalló cerca de ellos. Pero por alguna razón yo, de alguna manera, padecí esa guerra, y no es para mí una historia meramente escrita o ajena. Entre sus recuerdos de soldado, el señor de 94 años me contó que después de una batalla, quedó gente del bando contrario malherida, agonizando, varios de ellos conscientes. Él se interesó por preguntarles a estas personas agonizantes, sus nombres y de dónde eran, para ocuparse de comunicárselo a la familia y que al menos supieran qué fue de ellos. Un gesto que cuando lo relataba se veía humanitario, aunque no veía yo en su relato un cuestionamiento acerca esa situación, de las causas de esas absurdas batallas en las que ellos terminaron sus días. Él era partidario de Franco; a pesar de eso traté de escuchar su relato sin interferir y dejar que me cuente su experiencia, que me interesaba mucho a pesar de no coincidir con él (y tener ganas de contestarle más de una vez.) Y a pesar de lo doloroso que me resultaba el relato (doloroso para mí, para él creo que no, al menos en lo que a las víctimas de esa batalla se refería), me sentía privilegiado y agradecido de esa oportunidad de tener una versión de un episodio de la guerra civil española de parte de alguien que la vivió. Me permitió acercarme más e intentar comprender un poco mejor, esa absurda guerra entre hermanos, que tanta muerte, tanto dolor trajo a todos los bandos. Y también comprendí mejor por qué este anciano de 94 años con el que en el año 2012 yo me encontraba hablando, ese soldado que luchó para la Falange en los años 30, decía no acordarse de mi abuelo, del que según se cuenta, alguna vez arrastró el cuadro de Primo de Rivera (el dictador previo a Franco) por las calles del pueblo. Ambos habían elegido caminos diametralmente opuestos, y la memoria a veces se vuelve selectiva, niega o calla aún después de 80 años, cuando debería resultar inofensiva, más si se trata de compartir con un nieto lo que se recuerde de la historia de su abuelo. Pero en esa negación a contar y recordar 80 años después estaba intacta esa brecha, ese espacio entre dos caminos ideológicos opuestos, ese espacio virtual que luego se convirtió en campo de batalla.