
Por fuera del mito fabricado, de
la idealización, más allá de la admiración que le tengo –aunque hay varios
cómicos a los que admiro mucho más-, rescato al hombre detrás del cómico, a ese
gran dolor que llevaba adentro, por los riesgos del éxito o por la infancia tan
dura que tuvo, sin padre y con mucha pobreza; a ese rosarino que pasó su
infancia y juventud en el barrio de Pichincha, y que cada vez que paso por ahí,
recuerdo a ese Olmedo, el nene que trabajaba en una verdulería, el que tomó la
comunión varias veces porque junto con el sacramento daban chocolate. Dicen que
de grande siempre tenía frío, y que por más que se abrigara, el frío no pasaba.
Y que se debía al frío que había pasado de chico.
Lo recuerdo también cuando en
medio de mi cotidianeidad veo por la calle a Chiquito Reyes o a su compañero de
acrobacias Osvaldo Martínez, o cuando paso por el entrañable teatro La Comedia o el teatro Casino,
donde comenzó a ver qué era eso de la actuación.
Olmedo tiene el denominador común
de casi todos los grandes cómicos, un lado triste, melancólico, y un lado de
genialidad y facilidad para provocar la alegría y la risa en otros,
paradójicamente. O no tanto. Y como militante del humor no puedo menos que
admirarlo por esa paradoja.
Todo pasa, sólo queda la risa.
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